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jueves, 28 de julio de 2011

La última pieza.

Cobija las manos entre el pecho y el suelo tratando de que entren en calor. Tan frías las tiene que apenas siente los dedos. Suele ocurrir si pasas al raso la primera luna nueva de octubre, aunque estés cubierto con una loneta para que nadie pueda verte, aunque bebas tanto alcohol como te permita el cuerpo sin que empiece a temblarte el pulso.
El bosque comienza a despertar. La naturaleza despereza su timidez y los sonidos pierden la lejanía de la noche. Ahora el canto breve de un acentor. Ahora una rama de aceba partiéndose. Él no, él no hace ruido alguno. Desde que sus ojos espías percibieron el primer atisbo de luz, desde que el monte comenzó a recuperar contornos, procura no moverse, no pestañear, no respirar siquiera. Desea imaginar a sí mismo como una roca inamovible. Si pudiera concentrarse aún más en su parálisis empezaría a crecerle musgo. Pero no puede, el corazón le palpita fuerte y la sangre corre atolondrada hasta martillearle las sienes. Le vence la caza.
No ha pasado aún una hora desde que amaneciera cuando lo ve ante sí, acercándose. Le sorprende su suerte. El lobo que ha ido buscando camina hacia donde se esconde, hacia el sol y, en la misma dirección, el viento. No podría haberlo imaginado tan perfecto. La posición desarma a su pieza de olfato y vista. Sólo el oído podría ponerlo alerta, por eso él sigue sin moverse. Piedra. Musgo.
Tanta ansiedad. Bajo la lona escucha el corazón acallando el monte, sístoles y diástoles como un cabalgar desbocado. No queda más que impedir que el estómago le salga por la boca mientras espera que se acerque, y el animal lo hace caminando sin desviarse, despacio, cabizbajo, como si el destino lo empujara hacia el fin de todas las cosas.
Viéndolo cercano no puede evitar el cazador sentir cierta decepción, tiene frente a él lo que ha estado buscando desde que alguien le comentara que en aquellos montes se escuchaban aullidos y no es más que un perro viejo, abandonado. Cualquiera de sus vecinos lo despreciaría si fuera un animal doméstico. Apenas puede con su pellejo. Causa más lástima que respeto el lobo.
De cualquier modo, cuando traspasa la línea que su imaginación ha dibujado en el suelo, dispara. El lobo ve frente a él una luz blanca como la luna, después sólo la negrura de la noche. Nada comprende. Intenta respirar, pero un olor repugnante mezcla de pólvora y su propia sangre ha ocupado el lugar del aire perfumado por el tomillo. Y nada más.
Cazado el último lobo, nadie volverá a escuchar sus aullidos en el bosque.
Mañana mismo erigirán en el lugar una escultura minimalista de hormigón y acero que lo rememore.

3 comentarios:

Unknown dijo...

Y así iremos haciendo con cada pieza de fauna salvaje que quede sobre el planeta. No es de extrañar, también consideramos fauna salvaje a cualquier ser humano que nos contradiga.

Un gran cuento, Hugo
Abrazos

montse dijo...

Lo peor no es que se lo haya cargado, ni que sea el último. Lo peor es la percepción tan pobre y de desprecio que siente al ver al animal. No deja de ser una carencia el no poder admirar a un ser vivo, aunque no sea un ejemplar hermoso. Casi da más pena el cazador que el cazado.

Sibreve dijo...

Patricia: Los seres humanos somos salvajes, más que cualquier animal. Nos dan un poquito de pie y arrasamos con todo. No se nos ocurre pensar ni en qué dejaremos a nuestros hijos. Así va el mundo... abrazos.
Montse: Desde luego es más patético. De eso no cabe duda. Saludos, Montse.