Y, aunque parezca absurdo, lo que sí puedo asegurar es que mi abuelo amó al Racing. Lo amó siempre: antes de que Aitor Aguirre y Manzanera improvisaran con los cordones de las botas brazaletes negros para llorar los últimos fusilamientos al amanecer, antes de que la tribuna de madera crujiera por última vez. Lo amaba antes incluso de que Alsúa fuera capaz de correr la banda sin llevar la vista fija en el balón.
Un día, uno de los últimos, le subí el Diario y mientras yo miraba desde la ventana de su habitación la lluvia sobre la bahía, él abrió el periódico buscando la sección de esquelas y después de echar una mirada, lo dejó sobre la mesa. Se lo reproché, siempre me disgustó la costumbre de los viejos de buscar entre los muertos. Pienso, quién sabe, si incluso quieren asegurarse de no haberse convertido en protagonistas de la sección. Y él, como si fuera algo natural, me explicó que buscaba la esquela de un fulano:
- ¿Quién es? ¿Amigo o enemigo?,- le pregunté.
- El socio número uno del Racing,- me contestó.
No hace falta decir que mi abuelo era, en aquel momento, el número dos. Salí de su habitación espantado.
Hoy lo comprendo. Tras una vida de perdedor, en la que cada día no trajo más que una derrota, no es censurable desear una única victoria.
- ¿Quién es? ¿Amigo o enemigo?,- le pregunté.
- El socio número uno del Racing,- me contestó.
No hace falta decir que mi abuelo era, en aquel momento, el número dos. Salí de su habitación espantado.
Hoy lo comprendo. Tras una vida de perdedor, en la que cada día no trajo más que una derrota, no es censurable desear una única victoria.
Una, aunque sea totalmente insignificante.
Pese a que sea a costa de la vida de otro, una, por poco que dure.
Una, tan solo por quitarnos este sabor amargo de la boca.
No ha habido, tiempo... no hubo.
No ha habido, tiempo... no hubo.
Falleció un domingo gris de abril en que su equipo perdió de nuevo.
Abuelo: qué la tierra te sea,
nos sea,
me sea leve.