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domingo, 3 de octubre de 2010

Miguel de Mondaritz, gran empresario y terrateniente, pero también hombre de letras, filántropo y benefactor prohombre de esta comarca de Sierra de San Julián, falleció en su cama, después de recibir los Santos Sacramentos, de muerte natural, la mañana del treinta y uno de abril de mil novecientos veintitrés. Han pasado desde entonces, exactamente, ni un día más ni un día menos, diez años.
Yo, Dámaso Villagarcía, empleado contable a su servicio durante más de treinta años, sumador de sus múltiples rentas y beneficios y restador de sus no menos múltiples caridades, considerado, creo, por él como amigo, pese a que nunca lo demostrara debido a nuestras diferencias de origen y condición, escribo esta nota sobrecogido por el suceso acaecido y hoy descubierto, que tiene su origen en día indeterminado entre éste y el de su fallecimiento. Remóntome a aquel treinta y uno de abril de mil novecientos veintitrés, un día gris, ventoso y con lluvia, al menos en mi recuerdo, más otoñal que propio de la primavera que recientemente había comenzado. Don Miguel guardaba cama desde hacía semanas y varios amigos y sirvientes no nos alejábamos desde entonces de la habitación, puesto que don Domingo Beltrán, a la sazón médico del señor Mondartiz, nos había informado de que no superaría el trance y que la única solución posible era su reunión con Nuestro Señor. Mi reloj, detalle que el señor quiso tener conmigo al cumplir quince años a su servicio, no marcaba aún el mediodía cuando el doctor nos hizo abandonar la habitación para que el padre Vicente Medina tomara una última confesión y le ungiera los aceites. Cuando el sacerdote abandonó la habitación, don Miguel había muerto. Recuerdo sus palabras falsamente afectadas: Ningún alma queda dentro. Buen viaje, don Miguel, fue la respuesta absurda de no recuerdo quién.

El señor Mondaritz había redactado semanas antes sus últimas voluntades que habían quedado en mi poder puesto que, desgraciadamente, no dejaba familia. Hijo único, había enviudado de Margarita Navarrete poco después de que yo entrara a su servicio, y sin que ella pudiera darle heredero alguno. Todo se hizo como había dejado escrito: se dieron misas a su alma cada día, durante un año exacto, en la iglesia parroquial en la que fue bautizado, además de treinta misas más en la catedral, fue velado durante dos días y dos noches, en las que gente a su servicio y otros de zonas más alejadas le dieron sentidos homenaje y despedida, de allí fue conducido en carro tirado por cuatro caballos negros hasta camposanto y dado tierra en un panteón que años antes mandó alzar con tal objeto. Después fueron sus bienes repartidos tal y como dejó dicho, entre iglesia, amigos suyos todos gente de bien y yo que, sorprendido, fui uno de los más recordados por el señor Miguel Mondaritz.
Durante los siguientes meses fue llorado por todo el pueblo. En la escuela, cuya construcción él mismo había sufragado, se rezaba cada mañana una oración en su recuerdo. En el casino, del que fue presidente, se colgaron crespones negros y se cubrieron los espejos. El alcalde, amigo intimo del señor que lo había ayudado con la petición del voto a sus trabajadores, decidió el cambio del nombre de la plaza, hasta entonces Plaza del Apóstol Santiago, por el de Plaza del benefactor Don Miguel Mondaritz, y todos compartimos la decisión, pues no en vano fue él quien ordenó y pagó el remozado y modernización de la plaza, orgullo del pueblo y a la altura de cualquiera de las capitales provinciales cercanas.
Había pasado poco más de un año cuando llegó a mis oídos lo que José Perancho decía a todo aquel que quería escucharle. Perancho era un campesino que trabajaba en las tierras del predio de los Milanos, una de las propiedades que don Miguel quiso dejar a mi persona. Siendo joven había abandonado las tierras y había marchado a Barcelona buscando mejor suerte, pero parece que no la encontró y volvió años después con una mujer y un chico, rogando ser readmitido. El señor Mondaritz, en un exceso de bondad, decidió cederle el trabajo de unas tierras fértiles y el disfrute de la vivienda sita en las mismas. El ingrato, después de la muerte de su señor, se atrevió a criticarlo y decir que era un explotador y tiranizaba a la gente que trabajaba para él. Tomé la decisión de echarlo, pero antes quise hacer unas averiguaciones de las que resultaron que Perancho había tomado contacto en Barcelona con esos delincuentes que llaman anarquistas y que había tenido que salir de allá huyendo porque estaba bajo orden de busca y captura por las autoridades, así que decidí entregarlo y a la mujer con la que no estaba casado, si no amancebado, y a los hijos de ésta eché de las tierras. Me sentí orgulloso de limpiar la memoria de Don Miguel, y hacer escarnio público con aquel tipo indigno de piedad alguna.
Pero las críticas siguieron, quizá el suceso anterior las hubiera traslucido en cierta manera, pero no llegó a opacarlas. Otras voces, aquellas anónimas, se unieron a la del maldito Perancho, y aunque la gente de bien seguía reconociendo su labor, otros lo tildaban de cacique, y también a mí como su heredero. Dos blasfemias al nombre del señor, la evidente y la de la comparación conmigo, que no podría ser cómo él por más que lo intentara. Traté de acallar los insultos e infamias, cobré justicia con algunos como había hecho anteriormente con otros, seguí beneficiando al pueblo con obras e incluso mandé pintar un retablo a un artista de cierto renombre con la orden de dibujar al Hijo de Nuestro Señor con la cara de don Miguel, pero todo fue en vano. La mancha de aceite que alimentaban los maledicientes se continuó extendiendo durante los siguientes años.
Ocho años después del triste fallecimiento, con la llegada de la república, llegó a su vez al ayuntamiento un nuevo alcalde, lejano a los intereses defendidos por Miguel de Mondaritz y sus sucesores. En su empeño por borrar cualquier vestigio que hiciera recordar a la gente los buenos tiempos pasados, cambió el nombre a la Plaza del benefactor Don Miguel Mondaritz por Plaza de la Constitución, y aquí tuvo origen la mayor de las maledicencias: la gente del pueblo comenzó a llamarla la Plaza del culo. Tardé tiempo en descubrir que se la llamaba así porque corría la falacia, la gran mentira, de que Don Miguel era gustoso del pecado nefando. Por aquel entonces ya no era motivo de orgullo haber sido cercano en vida al señor Mondaritz, tal había sido el oprobio al que se vio expuesta su persona. Nadie, sólo yo, continuaba venerando su recuerdo.
Hoy, treinta y uno de abril de mil novecientos treinta y tres, he acudido al encuentro de su memoria que he tratado de mantener límpida aun a costa de todo mi tiempo, de mi propia vida. Sabía que a nadie más encontraría frente al mausoleo. La mañana era parecida a la del día en que el Señor lo llevó consigo: lluviosa, ventosa, gris. Recé una oración por su alma frente a su descanso eterno, mirando al suelo, como se hace en estos casos. Fue al levantar la vista que un escalofrío recorrió mi espalda. En la tumba, en lugar de su nombre, se leía el mío.

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