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Ni tanto y Autobiografías Son los que más me gustan.
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Ultimas voluntades y Personajes Históricos V que, por cierto, a medida que me alejo de éste último me va gustando más.
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lunes, 16 de agosto de 2010

Siempre lo había admirado. Había leído una y otra vez el par de artículos que publicó en una revista local y algunos poemas sueltos de ediciones conjuntas. No era mucho, pero suficiente para tener claro que fue tocado por el genio. E igual de manoseado tenía su ensayo, que aunque pecaba de inmadurez (apenas tenía veinte años cuando lo publicó) podían realizarse extractos de alta calidad suficientes como para justificar la obra completa de otros. Así que cuando lo encontró por la calle y le dijo que tenía todos los ingredientes para escribir la novela que llevaba décadas persiguiendo, pero que iba a necesitar que le echara una mano, no lo dudó un momento. Al día siguiente estaría en su casa.

Durante la noche apenas pudo dormir, un duermevela acaso, un camino entre sueño y vigilia que recorría constantemente en uno y otro sentido, ahora acá, ahora allá, como un pelele al que la ansiedad maneja a su antojo. Seguro que sería la novela del siglo y le había pedido a él, un juntaletras de poca monta, que le echara una mano. La gran novela de Manuel Santacruz. Y él tendría un espacio, aunque fuera un pequeño cubículo, en el olimpo de los inmortales.
Llegó a la casa temprano. La puerta estaba abierta, pero de todos modos llamó al timbre. Como Manuel Santacruz no daba respuesta entró. Él había estado antes en la vivienda, antigua, de techos altos, con un pasillo alargado con puertas a ambos lados. Cuando pasó, pese a la escasa luz, llamó su atención que estuvieran vacíos los estantes de ambos lados del pasillo que él recordaba llenos de libros.
- ¡Alfonso!-, llamó, sin obtener respuesta.
Al fondo, colándose por debajo de la puerta, un haz de luz iluminaba el suelo como un charco de claridad amarilla y, quizá temeroso, hacia allá se dirigió. El miedo de la puerta abierta, de que nadie contestara, tiraba de él como una goma elástica atada a la calle y a su cintura. Avanzaba como queriendo retroceder, los pies sobre las maderas del suelo empujando, tratando de mantener el mayor sigilo. Cuando llegó al fondo puso la oreja sobre la puerta, y oyó que alguien se movía dentro. Golpeó la puerta suavemente, más fuerte después, cuando nadie respondía. Finalmente terminó por abrir.
Desde el umbral vio a Manuel Santacruz, mirada desquiciada, sentado en el suelo, tijera en mano, rodeado de papeles y libros destrozados.
-Vamos, pasa, ayúdame. Llevo meses trabajando y al fin tengo los ingredientes de la gran obra que estaba buscando: más de medio millón de vocales, unas setecientas mil consonantes, puntos, comas, interrogaciones... ahora tienes que ayudarme a ordenarlo todo.
Salió de allí cabizbajo. ¡Qué otra cosa podía esperar un juntaletras como él!

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